Sunday, March 26, 2006

El domingo por la tarde lo concibo en mis cuarteles de invierno, mirando la tele, escuchando algún disco, leyendo y, sobre todo, hablando por teléfono. Con familiares, con amigos lejanos o de la misma ciudad. La luz de la tarde se va perdiendo, va cambiando hasta convertirse en noche cerrada, y el auricular sigue en mi oreja. Ésa es mi tarde ideal de domingo: refugiado contra la inclemencia, lejos de las parejas que se refugian en los cines, de los irracionales que gritan en los estadios. Esas tardes el mundo está bien hecho, aunque tiene un defecto, un solo defecto: el lunes está demasiado cerca.
He visto ya la cuarta temporada de
A dos metros bajo tierra y creo que no hay una serie igual en la historia de la televisión. Hay toda una mirada sobre el mundo, una manera compasiva, irónica, tierna y melancólica de mirar al ser humano y sus afanes, sus pobres afanes. Y, por una vez, no hay mojigaterías. Las relaciones gays no están miradas con corrección política, igual que el aborto, la eutanasia, los hippies, los psiquiatras. Tiene uno la sensación de que los adolescentes se van a ver reflejados de una forma real, lejos de miradas estereotipadas, igual que los negros, los gays, los tímidos, los freakies. Y es una serie hermosamente adulta, hecha para gente a la que se presupone inteligente... ¡Qué alegría que, por una vez, no nos traten como a fronterizos!
Cuando pienso que al final de la quinta temporada ya no habrá más, que será el adiós definitivo, me da mucha pena. Llevo años sientiendo a Claire, David, Nate, Ruth, Keith, Brenda y Lisa como parte de mi familia, presencias benignas, civilizadas, cercanas, contradictorias y profundamente humanas. Definitivamente, hay más transgresión en esta serie que en todo el cine indie. Resulta irónico que el producto audiovisual más innovador y valiente venga de la mojigata Norteamérica y de la denostada televisión...

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